lunes, 1 de enero de 2007

La locura por ver un River-Boca superó incluso a mi habitual cordura

Se trata del mayor antagonismo futbolístico que pueda haber en el mundo. No hay hinchadas que se odien tan recíprocamente como la de estos dos equipos. Es el River-Boca y tuve la suerte de estar aquel 8 de octubre de 2006 para poder contarlo.

Fue un domingo de fútbol atípico, lo recuerdo aún con claridad . Y lo fue porque era la primera vez, después de haber estado viviendo 2 años y medio en Argentina, que podía asistir al que ha sido reconocido como el "mejor espectáculo deportivo del mundo". Imposible olvidarlo además porque dos días antes había pernoctado durante 12 horas, cual empedernido fanático argentino, en las calles aledañas del estadio Monumental de River con el desquiciado objetivo de alcanzar una de las últimas 3000 entradas que se habrían de poner en venta durante las primeras horas del viernes. Las restantes se encontraban ya en poder de los socios de los dos clubes en mención.
Sin embargo, obtener ese ticket no iba a ser un juego de niños y de eso me fui percatando conforme pasaban las horas en aquella madrugada cuando el lugar se iba repletando de gente. Tendría entonces que valerme de artimañas típicas del argentino "criollo" para lograr mi cometido. Al fin y al cabo la ambición por adquirir un boleto para un River-Boca permitía ver todo como "legal" y me motivaba para seguir en el lugar.
He de ser sincero, a pesar de todo, que cuando llegué en la noche previa, y al observar de que las inmensas filas se extendían por la Avenida Lugones (vía de acceso al estadio), el desánimo empezó a apoderarse de mi voluntad. Pero no quedaba mayor opción que colarse, eso sí, sin mucho roche y de a poquitos.

En el interín de la amanecida me pude percatar que de un momento a otro estaba rodeado por curiosos personajes que hacen del equipo “millonario” una deidad. A mi costado un embriagado sujeto, proveniente de las más recónditas villas (versión argentina de los pueblos jóvenes), alentaba a quienes soportábamos aún estoicamente a seguirles el coro antiboquense: "Esto es River, loco, canten por que si no parecen amargos como los bosteros", me retumbaba con sus alaridos en el oído. Entonces había que cantar nomás , y también saltar: "Borombonbom, Borombonbom, el que no saltaaaa, es un botón..." gritaba el estribillo cuando hizo su aparición la Policía Federal para imponer orden hasta la llegada del alba en la desbordada concurrencia. Para entonces el descontrol ya se había apoderado de la escena, los apretones no distinguían ni edad ni sexo, en ese instante lo único que valía era soportar de pie en el acceso a las boleterías, de cualquier forma para conseguir la preciada entrada.
Una vez transcurrida aquella odisea, súper magullado por tan impiadosas avalanchas, me percaté de lo valioso que era esa boleta cuando, exhausto en mi habitación, me enteraba por la televisión de que se habían agotado todas en menos de una hora. ¡Vaya suerte la mía!

Así, por fin llegó el domingo. No obstante, la impaciencia por estar en la cita me había consumido desde las primeras horas del día. El tiempo pasó tan rápido que de pronto el reloj marcó las 12 del mediodía y ya era momento de estar en el estadio, observando la previa con un compinche colombiano que conocí en mis ardorosas noches porteñas. Enfundado en una camiseta de Los Millonarios de Bogotá (regalo de mi pata “El Parcero”) me fui contagiando de los cánticos "riverplatenses", aunque soportando el inclemente calor de Buenos Aires. Me encontraba nada menos que en la intimidante tribuna Enrique Omar Sívori, la misma que aloja a los famosos barra bravas "Los Borrachos del Tablón" y a los no menos temidos jefes denominados "Los Patovicas" (versión argentina de los agentes de seguridad 911). Minutos después de mi arribo empezaba el ritual de llenar de color el lugar con la habitual parafernalia argentina que incluía una súper bandera que cubría todas las humanidades de los concurrentes. Globos de color rojo y blanco, cantidad impresionante de papel picado elaborado manualmente y banderas por doquier que flameaban por encima de mi cabeza. Mientras contemplaba el espectaculo, de un momento a otro, casi sin percatarme del rato que estaba en el lugar, salió el equipo local. Marcelo Araujo (conocido narrador argentino) habría dicho: !Se viene la bandaaaaaa! y entonces el estadio contempló la recepción de la hinchada mayor. Simplemente cautivante.
Después vino el fútbol. Los dos goles del “Pipita” Higuaín y el del “Tecla” Farías que dejaron sin valor al espectacular gol de Rodrigo Palacio; y para cerrar de gran forma, las celebraciones “millonarias” post partido mofándose de los “enemigos” que regresaban cabizbajos por tan dolorosa derrota. ¡Mirá, mirá, mirá; sacale una foto. Se van para la Boca con el trasero roto!, entonaban los hinchas mientras abandonaban el recinto, tan entusiastas como mientras se jugaban los 90 minutos; y es que todo eso forma parte de este espectáculo tan bien exportado al mundo por los argentinos. Una sensación de regodeo difícil de cambiar por algo, hasta por el mérito de ser juicioso.

1 comentario:

Irredento Urbanita dijo...

crónica realmente impactante!!! en Argentina el fútbol es devota religión, con un dios llamado Diego.

Saludotes